A
Ítalo Calvino, como a muchos niños, le gustaba contemplar las tiras cómicas e
imaginar, guiado por la narrativa visual, los relatos que no era capaz de comprender
por medio de los signos. Ya que pudo leer supo que los globos de texto eran
versos italianos de un falso traductor que no sabía inglés y tenían una vaga
conexión con las viñetas. Calvino prefirió seguir imaginando sus historias,
partiendo de imágenes, un procedimiento que seguiría como creador. Así surgieron
sus relatos más celebres: un hombre en dos mitades que siguen viviendo
independientemente; un muchacho que trepa a un árbol y después pasa de un árbol
a otro sin bajar a tierra; una armadura vacía que se mueve y habla como si
dentro hubiera alguien.
En una de las conferencias que redactó
para dictar en Harvard, Calvino, además de hacer la apología de la visibilidad,
como un valor literario que debíamos conservar para el siguiente milenio;
expresaba su preocupación por el mundo moderno, de las copiosas imágenes
prefabricadas, saturando la memoria como una montaña de desperdicios, y por el
peligro de perder esa facultad humana fundamental “la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de
hacer que broten colores y formas del alineamiento de colores alfabéticos
negros sobre una página blanca, de pensar con imágenes”.
Ese interés por animar con grafías un
mundo de imágenes en la memoria del lector está presente en toda su escritura,
pero en Palomar, su última novela
concluida hace treinta años, es el rasgo principal. La obra se compone de tres
secciones, “Las vacaciones de Palomar”, “Palomar en la ciudad”, “Los silencios
de Palomar”; divididas a su vez en tres partes, cada una formada por tres
textos. En esa arquitectura simétrica está clasificado el proyecto del señor
Palomar que consiste en describir cada uno de los instantes de su vida de una
manera tan minuciosa que no tenga tiempo para acordarse de la muerte.
En cada página las flexibles
contorsiones de las letras crean imágenes llenas de forma, color y textura: una
parvada de estorninos dibujando caóticos garabatos en el cielo, una tortuga
macho arrastrando su miembro en forma de gancho después de fracasar otro
intento de cópula forzada, una carnicería donde se churruscan “filetes ágiles y
esbeltos, costillas armadas de su mango de hueso, lomos macizos y sin pizca de
grasa”, el vasto firmamento con toda la morfología planetaria interpretada por
la sutil mirada del Señor Palomar.
Además de crear sorprendentes lienzos en
movimiento con sus ricas y precisas descripciones, el señor Palomar también
reflexiona y halla en cada una de esas pinturas un estímulo filosófico, una
ilustración de complejas ideas. “De lo
que sabe desconfía; lo que ignora mantiene su alma en suspenso. Abrumado,
inseguro, se agita sobre los mapas celestes como sobre los horarios de trenes
trashojados en busca de un transbordo”.
La torpe carrera de una jirafa, “con las patas anteriores, descuajaringando
hasta el suelo, como si no supieran cuáles de tantas articulaciones plegar”,
le recuerda a él mismo procediendo impulsado por movimientos de la mente no
coordinados; “el verde césped de su jardín, con la cuchilla de la cortadora revelando
sus discontinuidades, peladuras ralas, manchas amarillas”, le sugiere el
universo, finito, pero innumerable, inestable en sus confines, conjunto de
conjuntos; la abundante iconografía mexicana en las ruinas de Tula, la
serpiente emplumada, la escritura pictográfica, la serpiente con una calavera
dentro de las fauces, y el amigo mexicano que interpreta con toda elocuencia
cada imagen como la vida, la muerte, la continuidad; despierta en Palomar la
idea de que cada interpretación necesitaría otra a su vez , y ésta otra y así…
Esas vívidas descripciones y la mirada inquisitiva
del señor Palomar son una metáfora del hombre curioso e inquisitivo,
deslumbrado por el revuelto espectáculo de la realidad, con sus remotas
fronteras que se extienden de forma imprevisible, desde cualquier punto,
cercano o remoto, hasta donde alcanza la inteligencia y la imaginación. Es también
una tira de Ítalo Calvino impresa en papel revolución, con miles de puntos minúsculos
que gracias al espaciado dan la sensación de volumen, donde él escribe una
novela en su estudio, iluminado por la luz de la luna; la hoja de su máquina de
escribir se va constelando de ilegibles letras oscuras, como un firmamento en
negativo, donde residen maravillosas descripciones para todo aquel que prefiera
crear imágenes en su imaginación que verlas en la pantalla de un aparato, es
decir, para los lectores de este y los próximos milenios.
Nota publicada en la edición 755
de la Gaceta UdG
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