Uno de los episodios más
espectaculares en la historia del arte, no sólo por lo que ocurrió, sino por lo
que representa, fue el estreno en París del ballet,
La consagración de la primavera:
música de Stravinsky, con coreografía de Vaslav Nijinsky, hace exactamente un
siglo, poco antes de que estallara la primera guerra mundial. Cada una de las
muchas versiones con que se ha relatado el episodio, agrega un nuevo matiz al
inesperado escándalo que desató la representación escénica de un rito eslavo,
donde una virgen es sacrificada en honor a la primavera, contrapunteada con la
música de Stravinsky, impredecible, caótica, infernal.
Se dice que, Camille
Saint-Saënz, uno de los músicos más respetados del momento, salió del lugar en
los primeros compases de la obra; la gente, con sus abanicos y sus monóculos, aturdida
por esa sucesión vertiginosa de notas violentas y arrítmicas, de pronto perdió
el control y la etiqueta: unos maullaban, otros gritaban y abucheaban, los más furiosos,
lanzaban sillas; Jean Cocteau observó a la anciana condesa de Pourtalés ponerse
de pie y gritar: "¡Esta es la primera vez en sesenta años que alguien se
ha atrevido a tomarme el pelo!"; se dice que más de cuarenta personas
fueron expulsadas del recinto; otros testimonios refieren insultos, cachetadas,
puñetazos y, en términos generales, se dice que aquel templo de la urbanidad y
el buen gusto, se transformó de un momento a otro en un pandemonio, una suerte
de pelea campal entre los defensores de los valores establecidos y los
entusiastas de la novedad y la ruptura.
Más allá del
inesperado espectáculo que se vivió en el Théâtre des Champs-Élysées, y las
decenas de anécdotas que enriquecen el drama, la tensión, la intriga de esa noche
disonante, lo más extraordinario del suceso, a mi parecer, es su valor
simbólico, pues ilustra de maravilla una colisión entre los valores viejos y
los nuevos. En una entrevista para la revista Sur, Stravinsky reveló su
devastadora concepción de la armonía: “Como medio de construcción musical, la
armonía ya no ofrece recursos que puedan indagarse y de los que puedan sacarse
provecho. Para el oído contemporáneo (y también para el cerebro), hace falta
otra manera de acercarse a la música totalmente diferente”.
Estas ideas de
Stravinsky tomaron su forma más alta a sus treinta y un años, cuando conmocionó
a los oyentes parisinos con esa composición plagada de disonancias, ritmos delirantes,
y convulsas líneas melódicas, en una orquestación, si bien inspirada en el
viejo folclor eslavo, configurada de una manera inédita en el mundo de la
música culta, tal como lo había hecho un pintor español disuelto en el público,
Pablo Picasso, cuando se inspiró en el arte africano para crear los rasgos cubistas
en “Las damas de Aviñón”, un lienzo que, como la pieza en dos actos del compositor
ruso, iniciaría la primavera estética del siglo veinte. Al final de la
representación, Stravinsky salió por la puerta trasera como un pájaro en
llamas.
Se pueden contar
por cientos las peripecias análogas a esta en la historia del arte, la
filosofía, la ciencia; de cuando personas, que ahora llamamos genios, fueron
escarnecidas o menospreciadas por un público que no los comprendía. Por lo
general se toma por necios a quienes no supieron ver en esas mentes innovadoras
un anticipo del nuevo orden por venir, pero si en lugar de verlo de una manera
diacrónica, lo analizáramos en su tiempo y espacio, quizá nos daríamos cuenta
de que, como en la economía, no es tan fácil reconocer las tendencias pues en todo
momento, conviven y se mezclan los genios con los farsantes, y sólo los más
entendidos o intuitivos en una disciplina alcanzan a distinguir lo ramplón de
lo eminente.
Ahora nos
resulta sencillo aceptar la música de Stravinsky porque hemos convivido desde
que nacimos con la música atonal: la escuchamos en comerciales, películas,
caricaturas; forman parte de nuestro soundtrack
de vida, tanto las simétricas composiciones de Bach, como el dodecafonismo de Schönberg,
la síncopa del Jazz, las melodías de Los Beatles; sin embargo, ese 29 de mayo
de 1983, mucha gente se vio en el dilema de portar
oídos viejos para escuchar una música nueva, de tener un aparato perceptual que
a lo sumo aceptaba el cromatismo de Wagner o Debussy, pero no sabía gran cosa
de la revolución que cambiaría para siempre nuestra comprensión y percepción de
la música.
Nota publicada en la edición 743
http://gaceta.udg.mx/Hemeroteca/paginas/743/G743_O2%2011.pdf
Nota publicada en la edición 743
del suplemento cultural O2, de La gaceta UdG
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